Existían más posibilidades en una final de Wimbledon de que la pelotita quedase suspendida, quieta, en equilibrio, sobre el canto de la red, a que aquel hombrecito en cargo de jefe nuevo tomase al menos una sola decisión, porque cuanto papel aterrizaba en su escritorio a la firma suya lo derivaba a Legales, o lo bajaba de nuevo a los pinches de la oficina.
`Déjemelo estudiar, Casagrande´, o `Llámeme mañana, Barrionuevo´, eran hits que se sucedían en ronda de estribillos intercalados con otros grandes éxitos como `Presénteme una nota, Palacio´, `No traje el sello´, `Hágaselo firmar en mesa de entrada Castillo´, o `Vaya y vea al que estaba antes que yo y trate de que le ponga el gancho, Palacio´.
El hombrecito era un maestro del stand by, un respetuoso monje del statu quo, una pieza de relojería esencial en la máquina de trabar trámites, que es el motor de la burocracia. O cautela o miedo, pero en cuanto escuchaba que le decían `Firme´ se ponía más quisquilloso que un colimba rengo. Nadie conoció su garabato freudiano, su pomposa rúbrica o su cruz analfabeta, porque pijoteaba la firma como cuando Riquelme pisa la pelota y hace correr el tiempo, adormeciendo al banderín del córner en el último rincón de la cancha.