Lázaro

Jueves 17 de abril de 2014
Era hermano de la bíblica María Magdalena, y tras una relajada existencia principesca (fue hijo de Ciro, rey de Betania) y su desconocida agonía, el buen Lázaro finalmente se nos murió. Y cuando ya empezaba a gozar las mieles del alivio y el descanso, del sueño y el olvido, vinieron a resucitarlo a su sepulcro con una doble orden unísona, de alzarse y moverse (como cuando el cabo Brítez vino y zamarreó al soldado Malimowka que plácidamente se había echado una siesta en la barraca de la guardia, acunado por una tarde de llovizna en la Navidad del Liceo, a la voz de ¡Arriba, tagarna! ¡Párese firme, carajo!).
Lázaro obedeció también; abrió los ojos resecos, lo encandiló la luz; le dolieron las coyunturas y los caracuses que comenzaban a cristalizarse, y los músculos entumecidos, tensándose en la acción del "de repente levantarse y salir afuera porque el patrón lo ordenó", se le acalambraron hasta el desmayo, vahído estoicamente contenido en salvaguarda del guión de la trama.
Lázaro sintió chuchos, le costó entender su nuevo estado viejo - que ya creía terminado tras una postrera y memorable expiración del versículo anterior - y aunque no padeció las tribulaciones de su enfermedad, en su memoria inmediata se encegueció un punto que le impedía sustentar episodios del pasado de los qué vanagloriarse, ni siquiera supo si agradecer o no el milagro. Tembló de miedo y balbuceó una pregunta cuyo eco aún puede oírse. Le brotó una lágrima amarga… una sonrisa triste.
Volver de la muerte puede no haber sido lo placentero que la leyenda propone; casi opuestamente, la resurrección de Lázaro puede considerarse uno de los mayores suplicios al que se vio sometido un hombre - como tan bien lo representó cierto actor de reparto que lo representó en el teatro - en toda la Historia. Y lo sobrellevó por 30 años - aseguran haberlo visto por Chipre, Palestina y Galia – hasta que volvió a descansar, y ya no lo sufrió más.

Aguará-í