El derecho a insultar

Jueves 30 de julio de 2015

Hubo una época en que un sector importante de la izquierda argentina creía que la democracia era una falacia, una treta, un enmascaramiento, la manera que encontraba el capitalismo para imponer su dictadura explotadora de manera más engañosa. Por eso, hubo movimientos armados que se rebelaron contra sistemas democráticos, con el argumento de que se trataba de dictaduras encubiertas. Ese mecanismo está descripto de manera notable en La Soberbia Armada, el tan magnífico como demonizado libro de Pablo Giussani sobre Montoneros. En estos últimos tiempos, hay un sector social que, nuevamente, cree que vivimos bajo una dictadura, contra toda evidencia sensorial: hay libertad de prensa, no hay presos políticos, las autoridades se eligen por elecciones, se puede andar por la calle a cualquier hora. La última expresión de esa desmesura fue la declaración que hizo Mirtha Legrand, justo el domingo de las elecciones porteñas en las que el kirchnerismo ni siquiera figuraba. La popular animadora calificó a la presidenta Cristina Fernández como una "dictadora" y desató furias y tempestades. Así, lo que podía haber terminado simplemente como una discusión menor, en la que la afirmación de Legrand podía ser rebatible de manera muy sencilla, se transformó en algo mucho más interesante sobre cómo procede cada uno en la vida y en la política. Y, como se verá, resultó ser que lo suyo era casi una ingenuidad.
El primero en responderle fue Carlos Kunkel. Sus argumentos fueron muy reveladores sobre lo que anida en su alma. Sin decirlo claramente, trató a Legrand de puta. El diputado k le pidió a "la señora Legrand que cuente cómo hacía antes del 55 para ser la actriz que más películas filmaba. Había rumores de cómo hacía para lograr que funcionarios peronistas le otorgaran la preferencia en la conducción de todas las películas. Después de que cayó el peronismo parece que quiso lavarse de toda la culpa y de su paso por alcobas ajenas". Luego, Kunkel la acusó de haber abandonado a su hijo fallecido.
El segundo argumento de Kunkel podría sostener que no hay nada peor que llamar a alguien "dictador". Tal vez, la frase completa diría: "Es terrible llamar a alguien dictadora en un país donde la dictadura hizo tal cosa y tal otra", pronunciada con el dedo en alto y los ojos enrojecidos. También es un argumento débil. Al fin y al cabo, esa actitud ha sido un hecho bastante común por parte del kirchnerismo. ¿O no son sus jóvenes los que corean, acto tras acto, "Macri, basura, vos sos la dictadura" o "Clarín, basura, vos sos la dictadura"? En un discurso muy recordado, frente al Congreso, fue el propio Néstor Kirchner quien comparó a la revuelta agropecuaria con los grupos de tareas de la dictadura. ¿Cuál sería la lógica? ¿Nadie puede acusar a otras personas de ser dictadores dado lo que se sufrió entre 1976 y 1983? ¿O eso solo es válido cuando el gobierno le revolea la palabra a unos pero no cuando se lo hace en sentido contrario?

Como suele ocurrir ante estos hechos, la prensa oficialista rápidamente consultó la opinión de Hebe de Bonafini y Estela Carlotto. Ambas, como era de esperar, repudiaron a Legrand, con estilos diferentes y contenidos similares. Sin embargo, durante esos años, ellas impulsaron o toleraron la utilización de la memoria histórica para resolver debates menores del presente. Bonafini fue la que organizó un juicio en la plaza pública por complicidad con la dictadura contra personas, como Magdalena Ruiz Guiñazú, que la habían denunciado. Luego, se abrazó con César Milani, el ex jefe del Ejército, quien sí estaba acusado de crímenes de lesa humanidad. El último 24 de marzo, hijos de desaparecidos de La Plata quemaron un muñeco que representaba ese abrazo. Bonafini pidió sanciones contra ello. En este contexto, donde el kirchnerismo ha desparramado la palabra dictadura para un lado y para el otro, su reacción frente a lo de Mirtha Legrand parece, como mínimo, un tanto absurda, lo que no quiere decir que la calificación de Legrand hacia Cristina fuera correcta. Durante muchos años, el kirchnerismo explicó que la política es eso, un territorio áspero, donde vale todo, y se puede decir cualquier cosa, y sostuvieron que quienes reaccionan frente a este tipo de insultos son timoratos, indignados de peluquería, y esas cosas. ¿Y ahora? ¿No es patético indignarse ante un insulto? En este contexto, resulta imposible obviar la última nota de Horacio Verbitsky en la que acusa a Mauricio Macri de ser abusador de niños, con una prueba disparatada. A su lado, Mirtha Legrand parece Heidi.
El régimen de gobierno actual, por suerte, es democrático. Quienes vivimos la dictadura sabemos notar la diferencia entre esto y aquello. Cualquier discusión sobre los métodos kirchneristas su prepotencia, su corrupción, su intento de dominar la prensa y la justicia no incluye, al menos dentro de lo que la razón permite, calificar a Cristina como una dictadora o como una nazi, que también se ha hecho.
Estas exageraciones son parte de una enfermedad que se instaló en el país en los últimos años, y que se va atenuando a medida que se acerca el 10 de diciembre. El derecho a insultar es de todos o de nadie. Quizá sea preferible lo segundo, pero ya nadie puede evitar lo primero.

Ernesto Tenembaum
Periodista