Hasta las hojas

Tres cuestiones esenciales, como prólogo: Augusto fue emperador de Roma en tiempos de Cristo; había heredado el trono tras el asesinato de Julio César y considerándose de igual valía que su tío abuelo dio su nombre al mes que comienza, como aquel se lo había dado al que se nos fue; la ruda es una planta originaria del Asia, ya difundida por el mundo; siempre verde y olorosa, se emplea con fines medicinales por sus aceites volátiles y protege los cultivos del ataque de insectos y plagas; la caña es una bebida de alambique, dulzona y entradora, destilada de mostos fermentados de jugos de la caña de azúcar, americana. La tríada universal (Europa, Asia, América) en conjunción adiciona la tierra roja: en un agosto (que sólo queda registrado en un almanaque guardado en el cajón de mi escritorio) cuando ya todos los periodistas vespertinos de la redacción le habían dado alegremente sus tres traguitos de ritual a la caña con ruda aún fuera del ayuno exigido, nos quedó, bajo la advocación de Dionisio, la petaca a 3/4, y sin decirle a nadie agua va, decidimos en comunión de miradas cómplices liquidarla con el buen Pochocho, de manera que aquella tarde (mi última tarde de agosto en el extrañado ámbito) nos sacamos chispas mezquinando el brebaje que de a poco nos volvía sedientos, y cuanto más bautismos, más protección hasta los agostos venideros. Primero nos reímos, después levantamos la voz, y al rato ya andábamos de festejo fraternal con la liviandad que se siente, en mi caso, cuando uno abandona la columna a medio escribir para abrazar al compinche, y retomarla al rato. Qué terminó siendo de aquel escrito no es difícil de intuir: una mezcolanza de sustantivos y adjetivos, variedad de tema y un trasfondo de celebración de la vida, por la que nos animaríamos en adelante, habiendo vaciado el cáliz y exprimido la pócima, al punto que, cuando sólo quedaba Wilde corrigiendo las últimas páginas, repartimos y mascamos las saturadas hojas de ruda, bajo la fría (o cálida) noche de aquel agosto.