Óperas fugaces

Jueves 12 de enero de 2017
Dicen los que saben que para escuchar como Dios manda el canto de los pájaros no hay que adentrarse en la selva propiamente dicha sino que hay que buscarlos en las orillas del monte, y en los pajonales ribereños, sobre todo. Por ahí andan los mejores momentos para disfrutar no sólo de la melodía individual de los barítonos y sopranos, sino de esos raros coros de vibraciones de tenores que pocas se oyen en la vida. “Resultan tan graves al ánimo los silenciosos árboles enmarañados que uno oye un pájaro y es como si volviera a vivir”. Pero a veces entre los matorrales de menor valía aparecen de repente en bandada y cantan como nunca sin razón a la vista. Misterio hasta para los ornitólogos. Para entender esas óperas fugaces es preciso saber que los pájaros tienen un canto de invierno y uno de verano, que el primero es nostálgico (casi en “la” menor repetida y monótona), y el otro en cambio es encendido y alegre como una fiesta.
Algunos viajeros relatan que cuando esos coros primaverales ocurren en Teyú Cuaré y cantan al unísono cientos de pájaros “la tierra se mueve, el cielo resulta chico para contener el sonido, y el alma, que abre su ventana como sumando espacio, comprende a la vez, la tal belleza de circunstancia y lo poco que se sabe del canto de los pájaros”.  Nada hay más contradictorio que un jilguerito enjaulado; su canto miserable no puede compararse con los que entona cuando, aferrado a la rama, busca amoríos de nido e infla el plumaje. Escuchar de paso a los pájaros en libertad encierra esa esperanza de que un buen día uno pesque esos milagros de la música de la naturaleza. Aseguran que es inolvidable. Y yo digo que el mar a veces también es un monte de árboles, acaso de espuma por lo visto, porque quien oye el graznido multitudinario de las gaviotas que suena por encima del estruendo de las olas jamás recuerda el golpe en el acantilado sino esa rara y potente melodía que al rato se dispersa y engulle el ocaso.